Me doy permiso

Me doy permiso para no andar corriendo por la vida -sin vivirla-
"Que ser valiente no salga tan caro, que ser cobarde no valga la pena"Joaquín Sabina

martes, 2 de marzo de 2010

La casa de mi abuela

Cuando era pequeña los domingos eran un día especial el cuál estaba esperando toda la semana a que llegara y es que es día íbamos a casa de mis abuelos que vivían en el campo. Allí me esperaba mi prima, mi querida y única prima. Es un año mayor que yo y siempre nos entendimos a la perfección. Yo deseaba que llegara aquel día pero ella más que yo. Y es que por circunstancias de la vida, que no vienen al caso, ella vivía en medio de la nada con mis abuelos y mis bisabuelos. En época escolar veía y se relacionaba con niños pero en vacaciones los únicos niños con los que se relacionaba era con mi hermano y conmigo. Creo que esta situación fue la que hizo de ella a una niña con una imaginación desbordante. Por eso quería que llegara el domingo. Porque nunca sabía la aventura que iba a vivir en casa de mi abuela. Mi abuela era un ser sobreprotector en exceso. La tenía en un burbuja, si yo hubiera vivido allí con ella también me tendría igual. En casa tenía restringidos las habitaciones a las que podiamos entrar y a las que no. Así que mi prima aprovechaba para contarnos las historias más rocambolescas de las habitaciones.
Después de comer siempre teníamos que dormir la siesta, fuera invierno o verano. Bueno dormir la siesta era lo que creía mi abuela y es que mi prima se escapaba por la ventana y me arrastraba a mí con ella y yo arrastraba a mí hermano. Lo curioso es que nunca nos pillaron.
Un día se le ocurrió otra brillante idea, aunque ese día nos castigaron. Habían nacido unos corderos y fuimos a por uno y lo pintamos con temperas de colores.
Cuando llegaba el verano y las fresas empezaban a estar rojas nos las comíamos de la planta sin dejar que llegaran a madurar.
La peripecia más grande y la que pudo tener un final trágico. Y es que uno de esos domingos mi prima nos habló del bosque encantado donde había unos duendes que eran amigos suyos y teníamos que ir a verlos. Así que pusimos rumbo en busca del bosque encantado por un sendero. Estuvimos andando más de una hora y no había ni un solo árbol en kilómetros a la redonda. Por fin la pude convencer y nos dimos la vuelta pero no recordábamos el camino de vuelta. No recuerdo como llegamos hasta una pista forestal. Por suerte pasó un coche por allí y paró al ver a tres niños. Era una familia amiga de mis abuelos que nos reconoció, nos subieron al coche y nos llevaron a casa. La bronca que nos echaron fue monumental y es que llevaban casi una hora buscándonos por todos lados y estaban asustados. Después de eso no volví a creer las fantasías de mi prima.
Aquellos domingos tampoco duraron mucho más. La vida con esa costumbre que tiene de ir dando palos, hizo que no volviésemos más domingos a comer a casa de mi abuela.
Hace poco pasé por allí, y vinieron a mi cabeza tantos recuerdos. Es una pena verla tan deteriorada y abandonada. Nadie volvió a sembrar fresas, ni a criar corderos, ni rosas a la entrada. Ya nadie va a visitarla.

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